domingo, 17 de noviembre de 2013

Capítulo XI - Brotes azules : 2ª Toma





       Y es que por aquella época cayeron en manos de mi padre unas páginas impresas que había escrito un sabio que tenía nombre de pastor, de ese pastor que mató a un filisteo de cabeza enorme. Ese sabio se convirtió en su consejero predilecto, era inglés y tenía gran afición a los juegos de sociedad. Mi padre echaba larguísimas partidas de billar en donde la mesurada coreografía y el arte de la conversación se conjugaban con pródigas garrafas de vino que traíamos exclusivamente para ellos dos.

Y es que mi padre tras haberse tenido que convertir en limpiabotas no sabía asumir con humildad sus ineptitudes; su ambición herida por no poder abarcar todos los saberes le llevaba a encerrarse en el  Salón de las Ondas para fustigarse con conversaciones fingidas, y es que desde que no tenía al primo Andrés le había dao por inventarse interlocutores cómodos que le llevaran eternamente la razón. Digo fustigarse porque esas conversaciones suelen ser lastimosas, al fin y al cabo, todos los charlatanes, tarde o temprano, se encuentran ellos mismos diciendo las palabras que no quieren oír. Ese amigo ficticio de Jimmy Sailor tenía papada y mofletes colorados y decía que todo se sabe por la experiencia, así y que por causalidad, mi padre para ser totalmente empírico se convirtió sólo y exclusivamente en un observador.


Hume, íntimo amigo de mi padre.


            Nadie le negaba la tristeza que podía sentir el viejo marinero cuando se halló sin tripulación en su navío de saber, pero la tristeza tiene un límite y aquella idea absurda de conversar con un ser tan escéptico como era su amigo el inglés, le llevó a despreciar el único camino cierto que hay en la vida y que es el camino de la razón. Es verdad que Jimmy nunca fue muy razonable, pero ahora la cosa iba de mal en peor, que él quisiera naufragar en su velero antiguo vale, pero que nos quisiera ahogar a todos en su ilogicismo ya no nos parecía tan bien.

Mi madre, que había aprendido a llamar a las cosas por su nombre dijo que menos teoría, que lo que su marido tenía era un ataque de cojones porque no soportaba salirse del primer plano que había ocupado durante más de la mitad de la novela. Yo, la verdad, no sé cuáles serían las razones o causas -ya no sé cómo expresarme-, que le llevaron a despreciarnos de una forma tan visceral, a mí Jimmy siempre me cayó bien, pero eso de que me quitara el chupete quinientas veces seguías para ver si a la quinientas una yo seguía buscándolo con la misma ilusión no me gustaba nada, y acabé hartándome y aborreciendo el dichoso chupete, que ya no me importaba dónde lo había metío.

No sé a qué conclusión llegó después de este experimento, lo que sí sé es que a mí me tenía rendía. A mí y a mi madre, porque al buen hombre le dio por decir que no le queríamos, que si no nos quedaríamos al pie de la cama viéndolo dormir en vez de irnos a la playa; lo que de verdad no soportaba Jimmy es que su mujer cada día estuviese más morena. Y le decía que cuando él fuera bien que podía destaparse, pero a ella sola que no se le ocurriera más, que era la única española que hacía top-less, que ná más le gustaba provocar. Y es que mi padre siempre creyó que las tetas de su mujer le pertenecían.

            Mi madre, que tampoco estaba muy bien de la azotea y menos desde que le instalaron la veleta decidió hacerme una mujer. A mí me daban un miedo sus decisiones... sobre todo porque los días que le plantaba cara a la vida me lavaba la cabeza como si me la fuera a arrancar.

            Y es que mi madre empezó a llorar a escondidas en su habitación. Bueno, en la Habitación del 2, porque ella no tenía habitación propia. Decía que se sentía sola, que aquella casa le estorbaba como una pesadilla y que no soportaba el ruido de la calle. Dijo mi madre que para que los días pasaran así, mejor que no pasaran; que para poca salud, ninguna. Y mi madre decía todas aquellas cosas con la voz de oboe que utilizaba sólo para hablar de sus más profundos sentimientos. Decía que Baco ya no nos acompañaba en nuestras pequeñas reuniones y que los ojos de mi padre habían perdido el brillo de los ebrios mostrando sólo la decadente chulería de un Marte pintado por Velázquez, decía ella que ya no había cupidillos en su corazón y que lo detestaba profundamente a él y a todos los que se habían muerto sin pedirle su consentimiento. Porque se habían ido muriendo por egoístas, sí, por egoístas, eso decía ella con su voz de oboe que nadie, absolutamente nadie, podía escuchar y se hubiera enfadado mucho si en esas circunstancias yo le hubiera puesto guiones. A veces el estilo indirecto es la manifestación del pudor que cada personaje ostenta para los padecimientos secretos.



Marte


            Pues bien, decía mi madre que la tía Nati había muerto aunque estuviese viva porque la tía Nati era un trozo de carne revenía, un espejo donde veía reflejado su futuro muerto y que la señora Fuensanta y el señor  Teodoro eran otros dos muertos, un par de seres mudos a los que se le habían acabao la cuerda y que Mari Polvo también a su manera se había muerto porque ya no era la misma con ella, ya no la quería tanto. Mi madre nunca se hubiera esperado eso de Mari Polvo: el desamor. La vida entonces se hizo silencio y es que la voz de Mari Polvo también se calló como si alguien le tirara de los bajos sentimientos. ¿Qué le pasaba?

            Yo sí sabía lo que le pasaba a Mari Polvo, lo averigüé durante aquella semana en que me tuvo bajo su tutela. Yo sabía lo que le pasaba, vaya que si lo sabía: No se lo digan a nadie, pero lo vi a través de la cerradura con el ojo omnisciente que me creció como una enfermedad.

            Mari Polvo subía al Salón de las Ondas y se pasaba allí toda la tarde tendida en la hamaca de la siesta mientras mi padre le miraba las piernas con fruición. Mi madre no sospechaba nada, ella, mientras, en el Vestíbulo de las Huidas se aprendía de memoria el diccionario o le ponía etiquetas a los libros que se empeñaba en sustraer en cuanto los dependientes se despistaban.

Mi madre no sospechaba que su mejor amiga y su trolero marido le estaban poniendo los cuernos a la manera clásica. Sí, porque eran clásicos en su estilo y eso fue lo que me decepcionó. Ellos actuaban como amantes que no saben lo que es el amor y se daban pellizcos absurdos y se abalanzaban uno sobre la otra con la avidez del que desconoce la elegancia y la ternura que encierra el tiempo conquistado. Si mi madre lo hubiera sabido se le hubiera caído la cara de vergüenza. Fue en aquellos días en los que de tan de cerca vigilaba a mi padre que descubrí que el Pobrecito-suicida recibía cartas de múltiples amantes, todas ellas tópicamente atenazadas por el miedo que él mismo les inculcaba; porque en sus también tópicas respuestas decía que no debían olvidar que él era un hombre casado y que no podía abandonar a su mujer porque ella lo necesitaba para siempre. Mi padre nunca supo lo que significaba la palabra siempre, nunca, nunca. Bueno, pensaba él con su melancolía de Ícaro-envidioso y con las alas endebles al estilo de Pedro Pacheco que “siempre” era la eternidad que mi madre tenía en la mirada. No estaba equivocao ni ná.





                                                                                  (Continuará)