domingo, 24 de noviembre de 2013

Capítulo XI - Brotes azules : 3ª Toma



             Fue una putada descubrir que yo también era omnisciente, tal vez la culpa la tenía Tomasita con las ahogaillas que me daba. Mari Polvo le decía que me dejara, que me iba a matar con tanto sumergimiento, pero Tomasita le contestaba que no, que salía de mi voluntad ver el mundo submarino, que si no, no le diría: Ofa fe, ofa fe. Que en cristiano quiere decir: otra vez, otra vez y en francés: Encore, encore. Sí, fue una putada descubrirme así, de pronto, porque yo quería a mi padre y a Mari Polvo y a mi madre y para no hacer daño a nadie tuve que guardar silencio. ¿Cómo iba a decirle a Carmen la de la tetas negras que su marido era un vulgar Alfredo Landa que la utilizaba a ella como escudo para no comprometerse con nadie, y que actuaba así porque en el fondo lo que hacía al reinventarla como una simple ama de casa era achicarle las entendederas y socavarle el alma aunque fuese de una forma sutil como una mordaza?

¿De qué manera podría confesarle que Mari Polvo prefería la luz mitigada de la tarde guarecida en el Salón de las Ondas y el placer furtivo de aquí te pillo aquí te mato antes que pasear del brazo de un amante noble que le respetara la intimidad?

Mi madre no me hubiera creído, estoy segura, pensaría que era una trola. Lo que no sabía era por qué encontraban ellos placer ocultándose, pero todos los actos tienen una razón aunque sea despreciable. Descubrí que hay gente que ama el miedo, que lo ama tanto que desea compartirlo e incluso transmitirlo y ellos amaban la desconfianza como si fuera su propia carne y estaba envuelta en sus tejidos de una forma tan instintiva que consideraban natural correrse cuando escuchaban un portazo.

 Mi omnisciencia me permitió averiguar que tanto Jimmy Sailor como Mari Polvo necesitaban enemigos para poder respirar a gusto y que cada golpe que mi madre daba con el tampón para impresionar su ex-libris en la primera hoja, ellos lo utilizaban como cerco de campo-concentración, como alambre-espino, como ciudad-sitiada y sus libidos malformadas por siglos de entrenamiento en el inconsciente juego del ajedrez se sentían excitadas ante cada nuevo golpe que la Carmen ejecutaba.


Frente a la lucha, y a los viajes en los que se retorna al mismo lugar de donde partimos, está la Eviterna: excursión de ternura, en línea recta hacia el respeto y la no confrontación. Nunca es tarde para iniciar esa travesía.


Y lo que mi madre creía que era una tarea liberadora y llena de belleza y generosidad, ellos la estaban utilizando para arañarse las espaldas con el placer perverso de los sado-masos. ¿Cómo podía confesarle a Carmen la de las tetas negras que en el Salón de las Ondas ella era un verdugo necesario y en el Vestíbulo de las Huídas una amante de las palabras señaladas? ¿Quién le habría podido hacer creer que la Metacasa no era sólo una división de espacios sino la ilógica fuerza psicológica que recrean los hombres y las mujeres con sus visiones personalísimas de las cosas? ¡Ah, qué amor tan nefando aquel de Mari Polvo y Jimmy Sailor! Me daba mucho coraje, muchísimo, sobre todo porque tenía que guardar silencio. Y es que el silencio es un valor añadido a la omnisciencia.

            Corrí hasta el cuarto de la Esperatriz y ella me recibió con un dedo en los labios. Comprendí entonces que ningún conocimiento sexual ni los datos que adquiriese en posteriores viajes podrían superar aquella enseñanza tan perfecta. La miré a los ojos y ella me secó una lágrima, yo agaché la cabeza y con su voz inaudible me dijo: “Nunca guardes rencor a ninguno de tus personajes, que no se te olvide darles un adjetivo amable a cada uno. Ya eres grande, quítate el caramelo de la boca”.

Sí, la verdad es que había crecido mucho, tenía cinco años por lo menos y el disco duro lleno de informaciones precisas. Muchos dicen que ellos no tienen recuerdos tan tempranos, yo creo que mienten, que es difícil soportar la pureza de los primeros años y que nos engañamos con la sibilina discreción de los que no quieren reconocer sus vivencias.

            Llevaré conmigo aquel gesto nebuloso de la Esperatriz, porque la Esperatriz siempre estaba rodeada de una niebla imprecisa como el polvo de las estrellas. Y cuando cierro los ojos me parece ver sus manos pequeñas, sus gestos intelectuales que me enseñaron lo que era el silencio y en silencio empecé a llorar porque me daba miedo el triunfo, el triunfo que conllevaría todo aquel saber. Yo no quería ser importante porque creía y, si digo verdad, todavía lo creo, que el triunfo es una fuente dulce que duele como un cansancio, como el cansancio que te provocan los amigos cuando quieren absorbente el alma. Y que eso le estaba pasando a mi madre, sin que ella lo supiera, que la estaban devorando igual que un trozo de carnaza.

            Mari Polvo, parece increíble, con lo civilizada que se mostraba, con la cordura que llevaba en las palmas de sus manos y el bienestar que nos sabía dar a todos... ahora resultaba que estaba poseída por los más bajos deseos. Contemplé un día cómo sus uñas puntiagudas y rojísimas arañaban a mi padre y su boca de carmín excesivo dejaba en el cuello de su amante moratones de adolescente. Mi padre, por su parte, también la mordía hasta la locura y ambos follaban de pie o rozando sus espaldas por las paredes mal encaladas del Salón de las Ondas dejando la coreografía de sus caricias ambiciosas. Pero la Esperatriz me aconsejó que guardara silencio y que dedicara una palabra amable a todos mis personajes,  fue por eso que me pasé noches enteras callada dentro del Armario de las Ausencias en la oscuridad tejida con los trajes vacíos intentando ver algo positivo en ese amor que tanto creció en el globo de mi propio ojo.


                                                                       (Continuará)