domingo, 15 de diciembre de 2013

Capítulo XI - Brotes azules : 6ª Toma




             En la otra hoja había portadas humildes, reproducciones falsas de cuadros famosos.       
            -Mamá, ¿por qué ponen los libros bocarriba como si estuvieran tomando el sol?
            -Pa que entren por el ojo. Vamos pa dentro. Anda recta, no se te olvide, como si fueras una bailarina, y cuando te salgan las tetas no las escondas, tampoco vayas por ahí proclamándolas como si te las hubieras descubierto la noche antes, llévalas con naturalidad.

            A mano izquierda había un mostrador grande con dos hombres decididos por detrás, mi madre pidió una cartera roja donde había dibujao un chino y uno de ellos la despachó con eficacia.. Uno de los dependientes estornudó y mi madre le dijo “Jesús” con mucha educación, hablaron del tiempo, que ya había entrao el fresco, sonrieron y el buen hombre me cogió la nariz como si me la quitara, después hizo que me la buscara y yo reconocí mi cara con aprensión, pensé que a ver si otro de los efectos de la omnisciencia iba a ser que se te cayeran las partes del cuerpo como si te hubiera entrao una cosa mala. Pero no, afortunadamente seguía teniendo la nariz en su sitio, era una broma que me gastaba aquel caballero de papel.

            -¡Uy, qué tonta! Se lo ha creío -dijo él.
            -Es mú chica, todavía no sabe diferenciar entre realidad y ficción -respondió mi madre con terneza-. ¿Quieres que te compre un lápiz?
            Le contesté que sí con la cabeza. El dependiente sacó un estuche inmenso y me dio que eligiera, yo cogí uno escarlata como mi capita y el dependiente me dijo:
            -Es de cedro, de cedro auténtico del Líbano. Huélelo -y me lo acercó a la nariz, yo respiré profundamente-. ¿Ves como no es necesario tocar las cosas para saber que existen?, ¿a que ahora estás segura de que tienes nariz?, ¿quieres estar más segura todavía? -le dije que sí con la mirada, la verdad es que aquel día estaba aprendiendo muchas cosas-. Respira con moderación -el hombre llevaba razón, despacio olía más que deprisa, aquello era un milagro, el milagro de la lentitud.
            -Deme usté un sacapuntas plateado y pequeño que lo pueda llevar en el bolsillo.
            -¿Quiere una goma de borrar?
            -No -dijo mi madre con decisión-. Quiero una libreta con las hojas como un helado de vainilla.
            -¿Algo más? -preguntó el buen hombre mientras dejaba los preciosos objetos sobre el mostrador.
            -No, gracias. Ahora le echaremos un vistazo a los libros.
            -Muy bien, pues le cobro esto -mi madre sacó su monedero de cierre preciso y de él extrajo unas monedas. Pagó-. Allí le atiende mi compañera.

            Nos fuimos al otro lado de la librería donde había un mostradorcillo pequeño y una dependienta bajita con el pelo rubio y corto. En una esquina había libros amarillos para niños pequeños, allí se perdió mi madre. Al fondo había estanterías con aventuras australes y olor a salinas, y es que desde que comprendí el sentido del olfato se enriquecieron mis vivencias con múltiples estímulos.
            -Buenos días -le dijo mi madre a la dependienta y la dependienta le sonrió con ingenuidad-. Estoy enseñando a mi niña a jugar al escondite.
            -Vale -dijo la muchacha mientras que sus ojillos de faro se paseaban por los anaqueles.   
            -Anda, Irene, ve a mirar los libros.

            El olor es algo que viene como un sargazo y se queda dentro del pecho igual que una plomada si lo dejamos crecer con liberalidad. Tengo grabada en mi memoria la tarde en que un amante me olió de pies a cabeza en la topografía cegadora donde varan las barcas y carenó cada una de mis heridas.

            Mi corazón latía con la emoción de los animales pequeños y tomaban tal alcance los latidos que creía que eran escuchados desde la calle. Se me abría y se me cerraba el pecho sin declarar aviso alguno y hallé sustento inesperadamente, nivoso cada uno de mis parpadeos, y me temblaron las manos porque un gris las poseía y dominaba cada uno de sus movimientos. ¡Cómo puede embriagar tanto el papel!
            -¿Buscas algo en especial? -me preguntó la muchacha con mucha educación, era una muy buena, buena empleada.
            -No lo sé -le respondí como a la que se le derrama la voz sin darse cuenta.
            -Bueno, no te molesto más. Si quieres que te ayude en algo me llamas.

            Mi madre sonrió desde lejos y yo le correspondí con apego desde aquel claro del bosque donde me hallaba. Los títulos eran mieles infinitas, barriles enteros de sugerencias, vidrios que llevan a otros vidrios, líquidos y limas, y comprendí, al susurrar las palabras con la cabeza ladeada, que la música no está muy alejada de la grafía y prendada me quedé de aquel acto aparentemente silencioso. Después venían los nombres de los autores. Allí estaba todo el mundo y te daban lo que querías sin pedir limosna, la soledad se había acabado de un plumazo.

            -Mamá, yo quiero éste -le dije y me fui para ella y ella me miró desde su altura adulta.
            -¿Por qué lo quieres?
            -Porque hay una mujer con una zombriya bajando la escalera del tiempo.
            -Es un libro muy difícil para una niña -dijo la dependienta-. Llévese usté mejor Las novelas ejemplares en edición escolar -y nos dio un libro de pastas duras, en la portada dos muchachos jugaban a la brisca-. Es de la Editorial Everest y está hecho en León.
            ¿Cómo sabía la muchacha tantas cosas de ese libro? Me resultó admirable.
            -¿Qué es “Editorial Everest”? -le pregunté.
            -La editorial es una casa donde copian muchas veces las hojas que los escritores escriben.
            -¿Y después las tienen que coser pa que no se despeguen?, ¿no? -dijo mi madre.
            -Sí -contestó la muchacha.
            -¿Y qué quiere decir “Everest”?
            -Es la montaña más grande del mundo, está en la cordillera del Himalaya y es de hielo, por eso cuesta mucho trabajo escalarla y cada vez que das un paso te falta la respiración. Allí vive un monstruo que se llama Yeti y es un monstruo bueno.

            Las palabras crecían infinitamente y sin saber qué nombre ponerle a toda aquella información agaché la cabeza rendida de saber. ¡Qué mujer más buena era aquella dependienta!, yo no podía robarle nada, le pasaba como a Pepe Negrete, tenía conversación y eso no lo tiene cualquiera. Mi madre adivinó mi sentimiento y dijo que iba a pensar cuál de los dos libros compraría. Estábamos con nuestras pequeñas razones sopesando los pros y los contras cuando la muchacha se acercó, de nuevo, y nos enseñó otro libro luminoso:
            -Esta es la historia de Marco Polo, un navegante italiano que fue a la China y conoció a Kublai Kan -nuestras dudas aumentaron precipitadamente, ¿cuál elegir ahora?-. Y este es Mujercitas de Luisa May Alcott, una escritora americana.
            La cabeza nos hacía chispas.
            -Usté, ¿cuál nos recomienda? -preguntó mi madre-. Es que mi niña quiere ser escritora.
            -Los tres son buenos, con el primero se acercará a Cervantes.
            -¿Quién es Cervantes? -le pregunté porque yo en mi casa sólo había escuchao hablar de Lorca.
            -Un hombre manco que lo metieron en la cárcel por ladrón y que escribió la historia de un loco. Es nuestro escritor más importante.
            -Si un manco se ha hecho famoso, mi niña con dos manos es capaz de hacer virguerías, ¿verdad, Irene?
            Asentí sin mucha convicción ante tamaña responsabilidad.
            -Con Marco Polo conocerá muchos países, podrá viajar sin moverse ni gastar un duro. Y con Mujercitas se dará cuenta de que no está sola en este mundo.
            -Tú, ¿cuál quieres? -me preguntó mi madre.
            -Yo los cuatro -respondí mostrándole el libro de la dama con la zombriya.
            -Ese es de personas mayores -me hubiera gustado responderle que yo ya había visto muchas cosas y que estaba preparada para que mis lecturas no fueran censuradas, pero me callé, fue mi madre la que le preguntó el argumento.
            -¿Qué se cuenta aquí?
            -La vida de un hombre que no duerme muy bien.
            Me pareció tan atractivo como un mar negro en una noche cerrada, como las voces de la excitación, como los destellos de una aurora boreal. ¡Cuántos matices en la sombra y en la prohibición! Me entraron ganas de ir hasta la playa y mojarme los pies y después echarme un poco de agua por el cuello y más tarde lanzarme a nadar sin importarme el color del líquido que me acogiera, y sentía ese ligero vértigo que sienten los nadadores antes de precipitarse y que sólo se puede llamar deseo. Siento, luego existo. Está claro.

            -¿Qué hacemos? -preguntó mi madre.
            Le dije a Carmen la de la tetas negras que se agachara, que quería hablarle al oído:
            -Vamos a robar los cuatro.
            -¿Estás segura?
            La verdad es que no estaba muy convencida, la muchacha me caía bien y no quería que le pelearan por mi culpa. Entonces mi madre halló la solución:
            -Guarde usté un rato los libros que vamos a ir a un mandao y cuando vengamos de vuelta ya nos decidiremos.
            La muchacha obedeció y yo con mucha curiosidad pregunté:
            -Mamá, ¿adónde vamos?
            -Ven, te voy a enseñar lo que es el papel.




                                                                                  (Continuará)