domingo, 22 de diciembre de 2013

Capítulo XI - Brotes azules : 7ª Toma




             Málaga estaba melancólica bajo la luz del otoño, hacía viento de pronto y de pronto la rienda de la lentitud venía a domeñar el aire. La humedad nos abrazaba con la persistencia de la primera pasión, por lo que aquella experiencia se dibujaba inolvidable. Yo sentía miedo.
            -Vamos a ir a ver el Barrilito.

            Y mi madre me cogió de la mano y fuimos hasta el Muelle de Heredia donde había un árbol cercado con forma de tonel. Estaba lleno de flores amarillas, el suelo salpicado de sus pigmentos y justo al lao un coche de caballos.
            -Mamá, yo quiero tener un caballo que se llame Furia.
            -No seas tonta, es lo que nos faltaba en la casa, un caballo.
            -Bueno, regálame un burro como la Mula Francis.
            -Los burros además de ocupar mucho sitio son torpes.
            -Bueno, ¿y un perro como Rintintín?
            -¿No te he comprao una libreta?, ¿pa qué quieres más?
            -Con las libretas no se puede jugar.
            -Mira qué árbol más bonito, de esos capullos sale el algodón con el que se rellenan las almohadas -por fin mi madre había logrado captar mi atención-. Ven, ahora vamos a ir al parque pa que te subas en el Burrito de Bronce. Andamos silenciosas por el Paseo de los Curas, nuestras pisadas apagadas dejaban huellas mudas bajo la bóveda de las Palmeras Datileras que sin avisarnos nos iluminaron a las dos con los rayos de Niké-. ¿Ves la luz a través de las hojas?, ¡qué bonito!, ¿verdad?
            -Mamá, yo quiero dátiles.
            -No puedes ver ná, tó se te antoja. ¿Ya se te ha olvidao que querías un caballo? Mira, ahí lo tienes -durante un rato recorrí el mundo a lomos de un animal metálico anclado sobre la grava-. Ahora vamos a ir a ver los patos.



El burrito del parque de Málaga.




            Aquello sí que era precioso de verdad. Me podía haber quedao tó el día allí escuchando la conversación de una gente tan emplumada.
            -Mamá, yo quiero un pollito de color pa llevármelo.
            -No pidas más. Nunca pidas nada, lo que te den bien está, pero tú no pidas. Y cuando te den algo nunca se te olvide decir gracias de corazón. Mira, eso es un Ahuehuete.
            -¡Qué nombre tan gracioso!
            -Vámonos.
            -¿Ya?
            -Sí, vamos en busca del Hombre de la Peladillas, te voy a comprar un cucurucho, pero ya no me pidas más cosas, ¿vale?
            -Vale.
            -¿Dónde vas corriendo?
            -En busca del Hombre de las Peladillas.
            -No corras. ¿Qué prisa tienes?

            Mi madre salió detrás de mí, pero no podía cogerme, parecía que volara y entonces el mundo se hizo mucho más hermoso porque en aquella mañana de tiempo variable surgió la música. Ensayaba en el Recinto Eduardo Ocón una gran orquesta con trajes azules como el agua que rompía sin cesar los límites de la ciudad. Yo no lo sabía pero era Handel el de la Watermusic el que gobernaba la atmósfera, y una bandada de marineros con los ojos turquesas salieron del puerto y llevaban botones dorados y vinieron más y más marineros con un andar alegre y los ojos negros como pozos de misterio, y más y más marineros con sonrisas como alas, y marineros con los ojos verdes de naufragios inconscientes, marineros con los glúteos apretados en sus pantalones  blancos, marineros con cachimbas olorosas y su olor a día de permiso, marineros con piel de sal, algunos con patas de palo, la mayoría con zapatos brillantes, otros con un ojo tapao. Marineros sabrosos como la carne membrillo y obedientes como artistas de cine, porque si no cómo le hizo caso uno de ellos a mi madre cuando le pidió que me detuviera.

            -Aquí tiene usté a su princesa -dijo el muchacho después de rescatarme.
            -¡Por Dios, se te tiene que quitar esa manía de echarte a correr cuando nadie lo espera!
            -¿Quién es ese hombre?
            -Te he dicho que no señales con el deo -dijo mi madre medio asfixiada.
            -¿No ves que no es un hombre?
            -Entonces, ¿qué es?
            -Una estatua.
            -Pero ¿quién es?
            -Yo no lo conozco.
            -¿Tú no sabes toas las cosas?
            -No. Vamos a acercarnos a ver si pone el nombre en algún letrero. ¡Ah, es Rubén Darío!
            -¿Quién es ese?
            -Un poeta.
            -¿Qué es más importante: un poeta o un escritor?
            -Es distinto. Los poetas escriben menos que los escritores.
            -Entonces es más importante un escritor.
            -No tiene porqué.
            -No lo entiendo.
            -Para aprender lo que una no sabe hay que ir a la escuela.
            -¿Qué ha escrito este hombre?
            -“La princesa está triste... ¿Que tendrá la princesa/ Los suspiros se escapan de su boca de fresa”
            -¿Ya está?
            -No, es que no me sé más.
            -¿Las princesas lloran?
            -Sí.
            -¿Y las reinas?
            -También.
            -Yo creía que las reinas no lloraban.
            -Pues te equivocas, las reinas lloran.
            -Mamá, dile a papá que yo no quiero ser reina.
            -Díselo tú.
            -A mí no me escucha.
            -¿Qué te crees, que a mí sí?
            -Sí.
            -Bueno, vamos a dejarlo. Anda, ¡el Árbol del Fuego!
            -¿Ese qué árbol es?
            -Uno que tiene las ramas encendidas. Hay uno igual que este en San José.
            -¿Qué es San José?
            -Un hospital donde llevan a las sirenas que están a punto de ahogarse.
            -Mamá, ¿tú eres una sirena?
            -Yo soy republicana, pero no se lo digas a tu padre -dijo mi madre que de pronto olvidaba lo que ella misma había publicado por toda la calle.
            -Y, ¿qué es una republicana?
            -Una sirena con piernas.
            -Yo también quiero ser republicana.
            -Entonces tendrás que ir a la escuela y aprender y hacerte grande y saber más que nadie para ser ministra o presidenta del gobierno y salvarnos a todas del nacional catolicismo. Por eso te he comprado una libreta -me pareció una responsabilidad muy grande y me entraron ganas de huir, agaché la cabeza y seguí sus pasos que por un momento me parecieron tan delirantes como los de mi padre-. ¿Sabes ya el libro que quieres?
            -Sí -respondí con seguridad.
            -Pues venga vamos a la tienda.

            Y allí estaba esperándonos la dependienta con su sonrisa plácida y le dije a mi madre que yo no quería robarle nada a esa muchacha, que  quería que fuera mi amiga, me pareció tan lúcida y tan conocedora de su oficio que ya la admiraba sin apenas conocerla. Mi madre me dijo que de acuerdo, y me di cuenta de que mis palabras fueron un alivio para ella, que mi madre no era una ladrona, que simplemente tenía mala fama. También comprendí por qué nuestra biblioteca era virtual.

            -¿Qué libro has elegido? -preguntó la muchacha.
            -Los viajes de Marco Polo -eran tantas las ganas que tenía de escapar que no fue difícil decidirme.
            Me dieron el ejemplar envuelto en un lindo papel en el que estaba dibujado una pluma y un tintero. Dijimos adiós y nos fuimos mi madre y yo en silencio.
            -Ahora tienes que ir al colegio -dijo Carmen la de las tetas negras.
            -¿Vas a venir conmigo?
            -No, yo tengo que hacer muchas cosas. Toma el cuaderno, el lápiz y el sacapuntas.
            -Me debías de haber comprao una goma como la que tienen los primos.
            -Los árboles dan madera y la madera papel. Piensa bien lo que escribes y no vayas derrochando hojas, que si no nos vamos a quedar sin sombra ni aire con que respirar. Hay que cuidar los bosques. Venga, cumple con tus obligaciones.

                                                                       (Continuará)