domingo, 31 de marzo de 2013

Capítulo VII : La temprana edad - 4ª Toma



            -No tengas miedo, soy yo, la Esperatriz.
            Era una mujer joven y desnuda y con gestos de odalisca rodeada de ciegos flechados, tiernos como la carne membrillo.
            -¿Tú también estás muerta? -dije entre pucheros mientras en los oídos se reproducían los latidos de mi corazón.
            -No, no, no -me dijo suavemente-. Yo soy feliz y vivo en un valle donde hay un río muy grande rodeado de montañas con cimas de nieve.
            -¿Dónde está ese sitio? Llévame contigo.
            -No, no, no -me dijo suavemente y por eso no me enfadé con ella-. Cada uno tiene que conquistar su paraíso.
            -¿Cómo?
            Entonces la Esperatriz me hizo cosquillas con una pluma y me reí con mucho regocijo.
            -No seas tonta, toma lo que tengas a tu alcance y no te vengues de nadie.
            -¿Qué es vengarse?
            -Recordar con amargor. Ten.
            -¿Qué es esto?
            -Un terrón de azúcar.
            -¿Para llorar?
            -No, para que conozcas el sabor de los besos sin miedo. Cada vez que chupes uno aparecerá otro por arte de magia.
            -Me está entrando sueño.
            -Es normal después de dormir inquieta. Descansa mil y un minutos y después sigue tu camino.
            -¿Sola?
            -Sí.

            Y la Esperatriz se esfumó y yo me quedé rodeada de plumas dentro del armario que pareció ampliarse como una suite de un hotel hecho especialmente para niños. Allí dormí diecinueve horas y sesenta segundos seguidas con la paz blanda de las concordancias adecuadas entre cuerpo y espíritu. Cuando desperté me sentí fuerte y arriesgada y se me había olvidado la vigilancia de mis propios sufrimientos, ahora sí que había crecido de verdad y tenía ganas de sonreír y hasta estaba dispuesta a entregarme para que acabara aquel estúpido juego del escondite que por otra parte tanto me había enseñado. Así que de golpe abrí la puerta del Armario y de un salto me planté en medio de la habitación. ¡Qué tontería! Se me había olvidado que el tiempo me había pasado por encima con el sortilegio de sus noches encantadas, igual que los cuentos que fabricara una mujer para amar al límite del amor mismo, para amar hasta a sus íntimos verdugos. Una ráfaga de luz completa y plácida entraba por las dos ventanas y bañaba la estancia de celestes ráfagas.

            Pero esa luz empequeñeció en un instante y empezó a trasmutarse en yelo perla. ¡Qué raro! ahora junto a la ventana Norte había una mesa redonda con una taza grande en la que dormían los posos de un café lleno de presagios nefastos y entre la cama y el armario había una hornilla gigante. Se ve que durante mi estancia en el armario la cosas habían cambiado notablemente. La vida es así, sobre todo para los niños, que de pronto se ven sometidos a profundas mudanzas sin consulta previa. Decidí salir de la habitación, cuando empuñé la inmensa llave de la cerradura vi grabadas unas palabras enigmáticas en su contorno, doblé la cabeza y leí: El Salón de los Rechazados. Di media vuelta y eché un último vistazo. ¡Ah!, sobre el dintel de la ventana Este había una lámina estrafalaria: era la figura imposible de una japonesa rubiasca y con los ojos redondos, vestida con un kimono mediorojo donde estaba paralizado un bigotudo con espada de samurai, la mujer se hacía aire con un abanico. A la izquierda de la lámina había un nombre garabateado, me puse de puntillas, Claude Monet, ponía Claude Monet y una fecha: 1876. Seguramente era un retrato de la Esperatriz, un retrato de la noche de su fuga. Pero, ¿la Esperatriz no tenía el pelo negro? No sé. ¿No era pelirroja dentro del armario? No sé. Tal vez fue una impresión leve la que me había hecho manejar ese falso dato. Parecía una estampita de comunión llena de verdad y mentira.


La japonaise vista a través de los ojos de Irene.


                 El caso es que en aquel momento sonaron las campanadas de un reloj de péndulo estático que estaba encima del Baúl Inspirado, ¿había estado allí siempre? Dieron doce campanadas. Cuando acabé de contarlas me di cuenta de que sabía contar y por una simple asociación de ideas, los números se unieron a las letras y comprendí que era yo la que había leído los distintos carteles, por lo tanto también sabía leer. ¡Qué increíble!, ¡qué alegría más grande!, además se trataba de una alegría sigilosa, sin testigos que hubiesen presenciado algo tan natural y que se había producido gracias a un aprendizaje diáfano e inconsciente. Me sentí tan feliz que me entraron ganas de cantar, pero no sabía ninguna canción, excepto la de los cinco lobitos y esa no me gustaba. ¿Cómo los dedos podían convertirse en lobos?, ¿qué extraño mecanismo animalizaba a los humanos? No, no me gustaba esa canción. Así que empecé a decir: lalaralarito, lalaralarito, lalaralarito y un rayo de sol delicado atravesó el visillo de la ventana Norte para despedirme del recinto.

            Salí al Zaguán de los Fracasados, otra nueva sorpresa me estaba esperando: las losetas blancas y negras sustentaban la geometría estudiada de una decoración utilitaria; había mesas por todas partes, mesas redondas, mesas cuadradas, mesas rectangulares cubiertas de hules floreados y pretenciosos. ¡Qué extraño!

            Crucé a la habitación de enfrente, la habitación de Mari Polvo. La puerta estaba noblemente cerrada con un hermetismo delincuente, la abrí despacio, sin hacer ruido. El dormitorio estaba dividido en dos partes simétricas, en medio había una línea que separaba la Página Norte de la Página Sur. En la Página Sur hacía noche cerrada y en la cama el cuerpo de Mari Polvo acogía a otro cuerpo distinto acoplado sobre el suyo con el consentimiento de los jadeos placenteros, ambos estaban tapados por una tupida manta lila clara-clara bordada de copas blancas de todos los tamaños y que contenían vinos brasilados. Sobre la mesita de noche una vela color asperón. En la Página Norte una albura incongruente no me dejaba ver nada, la ventana parecía una linterna inmensa, así que quedó indescifrable aquella hoja del álbum. Cerré la puerta de la Bichambre. De nuevo me hallaba en el Zaguán de los Fracasados, ¿cruzaba en diagonal o me adentraba en la sala contigua? Siguiendo la senda de la pared llegué hasta la Cristalera de los Reflejos, la abrí y penetré en el Salón de las Peleas, una mesa grande estaba justo en medio, la cubría un tapete ámbar de pana, sobre ella un jarrón de formas clásicas, en el rincón otra mesa, esta cuadradita y alta, parecía un altar que esperara a un ídolo de imágenes sugerentes. Me vino un ruido de platos chocantes, atravesé el arco que comunicaba el Salón con la Cocina de las Mariposas, allí estaba mi madre, cara a la pared, fregando los platos.

            -Mamá, ¿dónde están los niños?
            -En la Empanadilla de las Edades -dijo mi madre sin dejar su tarea y la espuma le acariciaba las manos, y cuando me miró desde lo alto y agachó su cabeza pude ver que sus ojos estaban enmarcados por unas lívidas ojeras.
            -¿Eso qué es?
            -La habitación del principio y el fin, donde duermen la tía Nati y tus primos. Ve con ellos, pero no hagas ruido, es la hora de la siesta y tu padre está durmiendo en la Habitación del 2.
            -Vale -le dije muy suavito y me dispuse a ser obediente, no quería molestarla y menos ahora que había empezado a hablarme; bien visto, en tres años eran las primeras palabras que cruzábamos. Ya sé que mi léxico no era muy abundante, lo mismo la mujer se aburría con mi jerga diminuta. Pensé decirle que ya sabía leer, pero en aquel momento ella se llevó un dedo a los labios y me dijo: "¡Chissss!"

            Desandé lo andado, de nuevo estaba en el Zaguán de los Fracasados, junto a la Cristalera de los Reflejos, enfrente estaba la Habitación del 2 donde dormía mi padre, amplios ronquidos broncos vinieron a confortarme. Una sensación de calma cotidiana me acarició el alma.


                                                                                                 (Continuará)




          

domingo, 24 de marzo de 2013

Capítulo VII : La temprana edad - 3ª Toma




            -¿Tú eres mi hermano Paquito? -le pregunté.
            -Sí -me contestó.
            -¿A qué has venido?
            -Vengo porque me ha mandado la Esperatriz. Ella me ha dicho que te diga que no creas a los que quieran hacerte culpable de mi muerte, también me ha dicho que cuando estés cansada tienes que dejar hablar a tus creaciones y verás como ponen las cosas en su sitio sin que nadie se lo ordene.
            -No te comprendo.
            -Es muy fácil, por la boca muere el pez y los hombres vanidosos.
            -Siendo tan chico, ¿por qué sabes tanto?
            -Yo no sé nada, ya te he dicho que me ha mandado la Esperatriz y me ha prestado sus palabras.
            -¿Por qué no me lo ha dicho ella?
            -Porque tú la Esperatriz que conoces es de niebla y yo conozco a la Esperatriz joven que está rodeada de ángeles.
            -¿Para qué me va a servir lo que me has dicho?
            -Para sentirte inocente -dijo Paquito y se fue con viento fresco. Después sonó un pum, pum como si alguien llamara a la puerta.

            -¿Quién es?
            -Soy tu abuela Angustias.
            -¿Qué quieres?, yo no he matao a Paquito -dije rápidamente en mi defensa.
            -Ya lo sé.
            -¿Seguro?
            -Sí.
            -Entonces, ¿qué quieres?
            -Vengo porque me ha mandao la Esperatriz.
            -¿A ti también?
            -Sí. Y me ha dicho que te diga que cuando te hagas grande no olvides mirar las cosas desde lejos.
            -¿Cuánto de lejos? -como ustedes ven siempre he sido muy práctica.
            -La distancia exacta de los años que hayas tardado en vencer el pánico a la muerte.
            -Yo no me quiero morir.
            -Hay cosas peores que la muerte.
            -Pero yo no me quiero morir.
            -No te preocupes, no vas a morirte todavía.
            -Entonces pa qué dices tonterías.
            -Tienes que estar preparada para cuando se vayan los otros.
            -Yo no quiero que se vaya nadie.
            -Es ley de vida. Cuando se vayan...
            -Que te he dicho que no quiero que se vaya nadie. Me tapo las orejas.
            -Escúchame, no seas terca, cuando se vaya alguien que aprecies mucho abre los brazos y las piernas como si fueran las aspas de un molino de viento y deja que te corra la sangre por todo el cuerpo, no te empecines en encogerte como ahora, eso sólo lo hacen las niñas chicas.
            -Yo no quiero aprender más, vete.
            -Bueno, me voy. Pero toma este caramelo de café con leche -cogí el caramelo, me lo metí en la boca y me puse a llorar automáticamente, aquello era un veneno, seguro, porque si no qué me hizo llegar a tan lamentable y patético estado-. Cuando acabes de chupar el caramelo no sueltes ni una lágrima más, no te vayas a convertir en una viciosa de las tragedias, ¿lo has comprendido?
            -No.
            -No importa.
            -¿Por qué no me hablabas así cuando estabas viva?
            -Ya te he dicho que éstas no son mis palabras, que he pasao mi voz por el colador de la Esperatriz.
            -¿Y ese qué colador es?
            -El de la Belleza.

            Me eché a temblar, sentía el escalofrío que recorre a los cuerpos antes de la guerra y la ligera llama de la niñez bailó frágilmente, estaba dando un estirón, sin darme cuenta me había quedado dormida dentro del armario y ahora tenía la esbeltez de una niña de tres años y medio. A lo lejos escuché un eco lejano, como si un hombre y una mujer estereotipados, con sus voces, me intentaran enseñar qué es la vida. Tenía ganas de llorar, pero se me había gastao el caramelo, se me hizo un nudo en la garganta y mi voz estaba anclada en un mar de torpezas, si al menos hubiera una Ballena grande en la que poder cobijarme.


Foto realizada por Elsa García


Escuché un silbido y una lluvia de plumas blancas cayó sobre mi cabeza, había un revoloteo de alas extraño y el aire se llenó de brillantes sensaciones. Tuve sed y alguien adivinó que tenía sed porque me dieron un vaso de agua, estaba helada y bebí con fruición. De nuevo, alguien venía a visitarme.

                                                                       (Continuará)





domingo, 17 de marzo de 2013

Capítulo VII : La temprana edad - 2ª Toma


            

              Me dio tanto coraje que alguien tan débil como ella se atreviera a defender esa clase de risa, me entró tanta furia al pensar que si me estaba quieta encima sería yo también una víctima, que le pegué un empellón superlativo y cayó sobre el barreño y el agua apagó el fuego incipiente y rápidamente cogí un pedazo de madera y con la tizne empecé a ensuciarle la cara.

                            Ella gritó como una descosida y se armó tal follín que los niños al vernos manchadas como guarras quisieron ellos también disfrutar como cerdos, y mojaron sus dedos en las negruras de las brasas apagadas para dibujarse sobre las mejillas extraños símbolos de venganza.

                                                       Currito Tirachina empezó a encender mixtos como un loco y finalmente le metió un par en la bragueta al inerme Derri que empezó a arder por su sexo como si fuera un pequeño condenado de la Santa Inquisición o un Judas de los de la fiesta de San Juan. Yo no pude hacer nada, por un momento me iluminó su cuerpo de paja y el dolor de la pérdida del primer amor, paralizada ante las llamas y las carcajadas de todos, incluso Marco el prudente se reía por alternar.

                                                                                      Decidí hacerme fuerte sin decidirlo siquiera porque me guiaba un instinto, di otro empellón a Sole que cayó bocabajo sobre los adoquines y se le quitaron las ganas de cuchufletas y cogí una piedra que lancé directamente al ojo de Currito-Tirachina para que viera las estrellas y a mi primo Billy le escupí en la cara y a mi primo Marco le saqué la lengua y así, así excitados y con la respiración angustiada y con las caras tiznadas y el miedo del resquemor metido dentro del cuerpo, quisimos llegar más y más lejos en nuestra pequeña aventura por el sendero de la insensibilidad y Currito Tirachina, que era ceñudo y porfiador y hasta un poco masoca, dijo que si queríamos temblar a gusto lo mejor era que aprovecháramos las tinieblas de la noche y jugáramos al escondite. 

                                                                                                          La verdad es que la oscuridad nos estaba abrazando como un asfalto de aire. Había que aprovechar el negro que dominaba cada habitación de la Metacasa y ocultarnos como ladrones. Fue a Sole a la que le tocó hacer de madre, con lo que tendría que buscarnos por todas las estancias, yo como era chica, y mi violencia había sido sobrehumana sólo para mí misma, jugaría de cascarilla.
  
       Entramos a la Metacasa que estaba toda como el betún. Bueno toda, toda, no, que la Sala de las Peleas estaba iluminada y La Cocina de las Mariposas también. Entramos, digo, y para mí fue como si por primera vez la hubiera pisado porque por arte de magia quedó descubierta en su conjunto pleno. Me paré en medio del Zaguán de los Fracasados de donde colgaban fotos de guerreros con las piernas cruzadas como chulos, uno de ellos con gesto severo y triste, como si hubiera estado perdido toda su vida, perdido para los demás, tenía el labio colgando y los ojos llenos de mentiras piadosas.

                 Había más y más retratos, un legionario con sonrisa camelosa, una mujer con los zapatos de punta de golondrina y la blancura de un botón de nácar derretido, un hombre bigotudo que parecía un tenor italiano, una vieja con roete, mandil y pañuelo que abrazaba a dos niños cabezones, una novia rodeada de rosas blancas y una sonrisa falsa.  Creí haber analizado todos los cuadros y volví de nuevo a la entrada, sin saberlo mantenía la estrategia de las manecillas del reloj. Cuál fue mi sorpresa cuando ná más entrar a la izquierda, justo al lado de la puerta de la Habitación de la Esperatriz hallé un cuadro nuevo, era una foto mú bonita, con colorines... El buen hombre llevaba un sombrero, un traje lleno de remiendos que no se notaban, a no ser que fueras costurera, y en el ojal, radiante y pura, llevaba una flor blanca. Me quedé un rato mirándola y quise saber quién era aquel protagonista de la esquina, lo miré a los ojos como si sus ojos tuvieran vida y se parecieran a los míos, fue hermosa esa mirada y conservo grabada en mi corazón su vuelo informe y el silencio de un reconocimiento compartido.

                                    -Tonta, escóndete que te van a pillar -dijo mi primo Marco-. Métete en el Baúl Inspirado de la tía Lola.
                                               ¿De qué me estaba hablando mi primo? Entré sigilosa en la Habitación de la Esperatriz levemente iluminada por el reflejo dual que entraba sigiloso por la ventana Norte y por la ventana Este. Había una cama de cuerpo y medio revestida de una colcha escarlata en la que destacaban estampados racimos de uvas de un rojizo más fuerte. Un fuerte viento de levante traqueteó los postigos de cristales limpísimos, el cielo estaba encapotado y al lado derecho de la cama, sobre la mesita de noche de madera de naranjo, había una botella llena hasta la mitad de multitud de gotas transparentes, el gañote sufría la oclusión de un vaso bocabajo adornado con relieves precisos, esta fue la primera penetración que vi en mi vida, por lo menos, la primera conscientemente impresa en el registro de las imágenes concluyentes. 

                                                                      Sobre la cama había un cuadro apaisado, una mujer desnuda y envuelta en collares blancos reía las ocurrencias de media docena de amorcillos que le ofrecían más y más perlas marinas. A lo lejos se veía un castillo de escarcha rodeado de un foso de secretos y miles de niños jugueteando alrededor de su arquitectura fantástica. Tal vez se trataba de una foto de la Esperatriz cuando era joven y de su pelo rojizo como el de las actrices americanas que salen en las películas coloreadas. En el lado de la izquierda había un ropero con unas letras grabadas sobre las vetas de la misma madera: El Armario de las Ausencias

                                                                                            Un rayo de la luna vino a decirme dónde estaba el Baúl Inspirado: justo en el rincón entre las dos ventanas. Era un mamotreto azul de tapadera curvada como los que  descubren los piratas en las islas que esconden botines preciosos. ¿Sería capaz de abrirlo? Lo mismo la pereza, debida al hambre que me empezaba a entrar o el miedo infantil, porque el miedo siempre es infantil, me dejaba a las puertas del descubrimiento. Respiré hondo muy hondo, incluso bostecé, ¿me estaba entrando sueño o se trataba de una nueva estratagema que mi cobardía trenzaba para no superarme a mí misma?

                                                                                                            La Esperatriz, mi hada madrina, la que está y no está, pareció leer mi pensamiento y se conjugaron sus órdenes para que, de pronto, apareciera ante mis ojos un espléndido hojaldre relleno de frutos mediterráneos acompañado de un dulzón licor de avellanas desprovisto de alcohol, pero lleno de las locuras que procuran las libaciones en vasos pequeños. Una vez satisfecha el miedo fue decreciendo y es que mientras comía, tiernamente, mis ojos se acostumbraron a la penumbra y pude vislumbrar todas las sutilezas de la habitación de las dos ventanas: un pequeño espejo para contemplar las penas que no son deudoras del hambre y la necesidad, una polvera para maquillar los dolores de los amores inconclusos, descabellados finalmente por el paso de los días inútiles, un cepillo para peinar la descompostura de las tristezas y una barra de labios que nos recuerda las huellas de los besos sabrosos para cuando una ya no puede más y es necesario representarse hasta la saciedad las caricias que fueron o que serán, todo sobre un comodín veteado de verde. 

         Yo supe para qué servía cada objeto porque eran de tacto parlante y decían su utilidad en cuanto los cogía. Distraída por su empleo vínome, al oído la invitación musical del Baúl Inspirado que, harto de que no le prestara atención, empezó a sonar como una gramola. Y es que hasta los más terribles monstruos tienden a disfrazar su austeridad terrorífica cuando nadie les hace caso. Pero, y vayamos un poco más lejos, ¿era el Baúl un monstruo? Ya no podía esperar más, si no se iba a rebosar todo el misterio y entonces sí que no hay vuelta atrás. Abrí el Baúl con desparpajo igual que el que se lanza al mar de cabeza y una ráfaga de ensueño me agarró por la cintura y me metió dentro. 

                                Me quedé quieta boca-arriba con las manos sobre el pecho, cerré los ojos y me imaginé flotando sobre un río a mi medida, sin saberlo era una pequeña Ofelia con guirnalda de ilusiones abstractas; mi edad no daba para más. Aquello era muy aburrido, nadie venía a buscarme, tendría que salir por mí misma y saldría lo mismo que había entrado: sin ninguna noticia extravagante. Así que con naturalidad abrí la tapa y me puse en pie sigilosamente. Fuera del Baúl, que era simple y sin labrados arabescos y sin rebuscadas filigranas, consideré cuál era el provecho de entrar allí y pasarse las horas muertas mirando al aire.

            En fin, fui al  Armario de las Ausencias, tal vez mostrara mayor divertimento: abrí la puerta de en medio y me senté en uno de los cajones. Cerré por dentro y esperé a ver qué pasaba. Escuché el llanto de un niño mucho más pequeño que yo.

                                                                                              (Continuará)





domingo, 10 de marzo de 2013

Capítulo VII : La temprana edad - 1ª Toma




         Decía la Esperatriz que a los impacientes como Jimmy Sailor que vengan con exigencias hay que decirles: ¿Qué quieres, caldo? Toma, tres tazas. Y que si algún capitán anda con frases de protocolo como esa de que las damas y los niños primero,  no tiene una que ponerse a llevarle la contraria, que le coja la palabra. Así que Jimmy siguió congelado en la escalera mientras los infantes y las infantas conquistaban el primer plano:

No sé por qué me han venido ahora a la cabeza esos consejos de vieja medio chiflada. No sé, no sé, lo cierto es que se me saltan las lágrimas cuando pienso en ella y en su envolvente figura de vapor. Y es que la Esperatriz no era un ser con volumen de realidad, quiero decir que no era como las piedras o los adoquines que, sembrados ante la puerta de la Metacasa, acogían los juegos de la chiquillería. Sí, tenían aquellos adoquines el brillo del betún y las gotas de la lluvia les daban un aire majestuoso, parecían hielo negro, oscuro aceite de sol. Un vapor barroco como el de la Esperatriz y, sin embargo, lleno de claridad cubría la calle, era la humedad del tiempo que pasa como un desvanecimiento o un vahído, casi sin darnos cuenta, apretujados como estamos en la música de las horas pautadas por los adultos. Yo me escapé de los brazos de mi tía Lola y fui a ver qué hacían los niños: Estaban inventando el fuego.

            Billy tenía una caja de cerillas cabezonas que Currito-Tirachina se había traído de su casa. Marco, el hermano de Billy, mi otro primo, estrujaba papeles de periódicos llenos de noticias en blanco y negro. Y Sole, que tenía ojos de besugo y un par de agujas de punto, hacía un jersey para su muñeca de rodillas inflexibles. Billy se quemaba la punta de los dedos, pero eso no le hacía cejar en su empeño. Currito-Tirachina que poseía una sonrisa deleitosa le preguntó quién era ese moco con faldas. Billy le contestó que me llamaba Irene y había venío del extranjero como la Coca-cola. “¡Ah!”, dijo Currito que tenía el pelo lacio como un japonés y los labios ni mú chicos ni mú grandes y las manos llenas de arañazos de jugar con los gatos de su tía Manuela. Fue entonces cuando Sole sacó una carraca de madera que le había hecho Teodoro y se puso a darle vueltas como una posesa y Marco, que quería ser árbitro de fútbol para vestirse de negro como las personas grandes dio pitidos con su silbato metálico que un día Vicente le trajo de una feria. Los dos empezaron a competir como locos mientras que a Sole se le transformaba la mirada y dejó de tener los ojos de pez muerto para llenársele la vista de un hermoso verde agua. Y es que Sole era como la Belladurmiente, como la Cenicienta, y es que Sole era una princesa rubia de piel finísima y manos delicadas. Era tan hermosa... Sobre todo cuando no estaba tejiendo y entre sus dedos no danzaban las agujas de la muerte de lana.


La carraca de Sole

               -¿Tú sabes hacer punto? -me preguntó.
            -No -le dije y me miró con desconfianza, pero entonces del bolsillo de mi vestido a cuadros saqué el crujir de una rana metálica y ella, que por lo visto, estaba dotada para los instrumentos, quedó maravillada ante aquel invento que croaba tan artificialmente.
               -A ver que lo vea -dijo Marco mientras se quitaba el pito de la boca.

            Salió un rayo de sol en plena tarde y aquel rejón de luz dividió la ciudad con el penetrante olor y el fructífero halo de una flûte de champagne. No sé por qué reímos todos como si fuéramos zíngaros y mi primo Billy, que no cesaba de hacer esfuerzos lanzó un grito de castrati cuando, por fin, elaboró una llama y la cara se le iluminó de chulería y la respiración se le hizo agitada como la de un agónico entrando, de nuevo, en las regiones de la vida. Hicimos palmas todos igual que el público disciplinado que a principios de año escucha la marcha del Radetzky ese. Currito-Tirachina salió corriendo y se metió por un agujero de la tapia del solar de enfrente y vino deprisa, deprisa con un par de cartones y un par de palos. Traía en su cuerpo el ritmo de la Sinfonía de los Juguetes. ¿Haydn o Mozart? No sé, no sé.

            -Vamos a hacer una hoguera como los indios -dijo.
            Y sin darnos cuenta entramos en nuestra primera crisis, la crisis de las sugerencias.
            -No, vamos a hacer un potaje de garbanzos -dijo Sole.
            -Eso es una tontería -contestó Billy.
            Marco, que era ser dado al equilibrio, buscó una solución intermedia:
            -Los indios seguro que tienen que comer tó los días.
            -Voy por un barreño -dijo Currito y, otra vez, salió corriendo.
            Vino con un baño de zinc y la cara roja como un exaltado.
            -Yo voy a ir a por los garbanzos -dijo Sole pero no se movió, y es que era lenta o más bien parsimoniosa. Billy que ya la conocía, además de saber las profundas carencias que poseían en casa de nuestra vecina de la izquierda, actuó como un general:

            -Marco, ve a la casa y tráete la lata de los garbanzos que está en la alacena de la cocina.
            Marco, presto, dio zancadas de intendente.
            -Hay que echarle agua -dijo Sole acostumbrada como estaba a jugar con la cacerolita de latón que su padre, empleado de la ferretería Temboury, le había traído sin que el encargado calvo y bigotudo se diera cuenta.
            -Y tocino -dijo Currito-Tirachina.
            -No tenemos tocino -dijo Billy que no estaba dispuesto a darle a su tropa tantos caprichos en una época en que eran tan escasos los abastecimientos.
            -He traío lentejas, no hay garbanzos.
            -Entonces hay que espulgarlas -dijo Sole que tanto y tanto sabía de cuestiones culinarias.
            -Cuidao que se apaga el fuego -dijo Marco y todos a una empezamos a soplar.
            -Tonta, no soples pa dentro -me dijo mi primo Billy y me dio un coscorrón.
            -Oye, ¿por qué no echamos tu prima a la cazuela? -dijo Currito-Tirachina que desde que me vio me echó el ojo encima.
            Mi primo Billy se quedó mirándome y Sole salió en mi defensa:
            -Hay que desnudarla y hacerla trozos.
            Menos mal que Marco tocó el silbato y pidió tiempo muerto:
            -Es una niña chica, no nos la podemos comer -dijo Marco que no quería dejar fuera de juego a nadie.
            -Es verdad, nos haría daño y por la noche nos dolería la barriga -dijo Sole que de nuevo cogió las agujas pacíficas de la lana.
            -A mí me da igual... Los brazos los tiene tiernos -dijo Currito-Tirachina mientras me daba una tarascá para catar el género. Yo pegué un grito espantoso y me eché a llorar.
            -¡Pss, cállate que nos van a escuchar los mayores! -dijo mi primo Billy-. No te vamos a hacer ná.

            Ante aquella seguridad firmada con mi silencio dejé de dar berracás y me contenté con un par de pucheros. También intenté sorberme los mocos, pero respiraba pa fuera en vez de pa dentro y me salieron dos velas que chorrearon por encima de mi boca temblorosa.

            -No te asustes, era una broma -dijo Sole con toda su belleza a cuestas y que tanto la defendía de los linchamientos cotidianos, por lo menos eso pensé con mi minúscula cabeza agitada de pajarita de las nieves.

            Yo también quería sentirme defendida, así que eché a correr y fui en busca de mi muñeco Derri que con sus manos lacias y su risa sardónica me daría confianza en mí misma. Cuando entré en la Metacasa la hallé toda oscura, sólo emergía una fuente de luz del Salón de las Peleas, una fuente de luz aliñada de gritos dispares, se podía decir que arrufaban en vez de hablar. Cogí a Derri que estaba tendido en el suelo debajo de una silla y salí corriendo, de pronto me dio miedo la inmensidad donde habitábamos y pensé que era un reino con leyes particulares, indescifrables para las visitas.

            -¡Qué muñeco más feo! -dijo Sole y detuvo su labor, yo abracé a Derri y le acaricié su pelo amarillo.
            -No es feo -le dije con la certeza del que posee un tesoro y se mueve en un país de ciegos.
            -Parece un espantapájaros -dijo Billy que estaba acostumbrado a ir con su padre, el tío Andrés, a coger hinojos y tagarninas y caracoles y espárragos a la sierra, y alfalfa y rábanos y habas y todo lo que se encontraban por las veredas y caminos que no tuviera placa de coto.
            -Es verdad -secundó Marco y lo miró atentamente como si mi muñeco fuese un ser de una raza diferente a la de todos los muñecos.
            -Quítale el pantalón a ver si tiene picha -sugirió Currito Tirachina, al que desde chico se le veía venir la vena de voyeur y aprovechaba cualquier circunstancia para disfrutar de su vicio.
            -Eso, eso, vamos a dejarlo en cueros -dijo Sole y avispada como un ave rapaz me lo quitó de las manos. Me quedé perpleja.
            -Venga, vamos a hacerle un gazpacho -y ni corto ni perezoso Currito le abrió la portañica al pobre de Derri y empezó a echarle hierbajos.
            -Mira cómo llora la tonta -dijo Sole-, si es una broma.
                                                          
                                                           (Continuará)




Nota: En el Vocabulario popular malagueño de Juan Cepas aparece la siguiente definición de
Gazpacho: Famosísimo plato regional cuya receta varía según el lugar. Travesura infantil que se usa como castigo y que consiste en abrirle, al que la sufre, la bragueta y rellenársela de paja o hierbas.





domingo, 3 de marzo de 2013

Portada







Chuza Nick, pedagoga ella, psicóloga de las buenas y especialista en coeducación además de concertista de arpa en sus ratos libres, me ha hecho esta portada tan marina mientras tomábamos el thé en Lady Godiva y charlábamos de nuestras vidas.

Entre otras cosas me ha dicho que no se me olvide señalar que la anterior portada (la del capítulo VI, la de la Esperatriz) la hizo su novia, la batería del grupo Chirimoya-in.

Su novia se llama Paz Baraka y es activista intelectual. Su última acción ha consistido en crear un movimiento generacional con indirectas, ella solita ha convencido a un grupo de escritores para que construyan novelas modernísimas, inconclusas y volubles basándose en el Bosón de Higgs, donde prima el fundido en negro y la intolerancia fragmentaria, la doble personalidad, el zeptosegundo y la ausencia de espín orgásmico.

Todos ellos (los escritores) se han tomado muy en serio su labor. Ella, ahora, se está psicoanalizando porque tiene sentimiento de culpa y dice de sí misma que esas ideas se le ocurren por haber leído en la infancia El príncipe.

Gracias a su descalabro mental fue como conoció a la psicologa Chuza Nick que pasó de ser su doctora particular a su amante para siempre. A las dos les agradezco las sendas portadas construidas en exclusiva para mí, también les agradezco ese thé con pastas y ese paseo por los muelles de Amberes mientras buscábamos la estatua de Gulliver.

Fue entonces cuando a Paz Baraka le dio un nuevo brote y quiso influir, esta vez, en un grupo de arqueólogos, que nos encontramos en el castillo de Het Steen, para que descubrieran los cuerpos incorruptos de las liliputiensas y las brobdingnagnas, que según ella están en la península de El Labrador.

Lo más extraño de todo es que los arqueólogos empezaron a tomar notas y rápidamente, desde sus smartphones, compraron billetes de avión a mansalva para dedicarse, cuanto antes, a su tarea investigadora.

Chuza Nick entonces guiñó un ojo y me dijo: “¿Has visto que labia tiene?, ¿comprendes por qué me he hecho lesbiana? Además, está buenísima, ¿verdad?”. Yo asentí y las invité a unas copas. Ni que decir tiene que Paz Baraka fue la que me convenció para que pagara.

No me pesa, la verdad, las dos portadas que me han hecho lo merecen. En fin, el próximo domingo comienza el VII capítulo de La Reina de la Morralla titulado:
La temprana edad.

Gracias, chicas, gracias Chuza y Paz, por el buen rato que pasamos juntas y por los bombones que me regalasteis.