domingo, 20 de abril de 2014

LA REALIDAD - 6. Escribir




       La primera escritora importante que conocí fue mi bisabuela, se llamaba Josefa Teodora de la Santísima Trinidad Morales Colomera y escribía sobre el cuerpo de las personas para curarlas. Yo fui su aprendiza y le preparaba la mezcla de tinta, pólvora y limón para que ella mojara un palito que al final llevaba un algodón y le servía de pluma. Ella curaba así la culebrina.

            También curaba la erisipela, le daba friegas en la cintura a mi padre, aliviaba las vejigas de los ojos o hacía un cucurucho que después quemaba para remediar la sordera de alguna parienta. También era partera, trajo al mundo muchos niños y niñas de Campanillas, el barrio de Málaga donde yo crecí. Bueno, era algo más que barrio menos que pueblo, entonces se le decía pedanía, ahora distrito.

            Mi bisabuela era tan importante que a su entierro fue todo el mundo. Era una mujer madura consciente de sus límites: sabía cuáles eran los defectos de sus hijos, las imposiciones sociales, la gente que la quería y sabía transmitir sus conocimientos, mejor dicho: saberes.

            Sabía hacer pleita, coser, sentir con intensidad, era una fan de Manolo Escobar y sin vergüenza confesaba la admiración que profesaba por ese hombre y su belleza. Era lo que hoy se ha dado en llamar una proactiva.

            Detestaba la televisión, decía que dentro estaban “los eléctricos”, gente que se movía muy deprisa y que nos aguaron las partidas a la brisca que echábamos por la noche. Escribía poemas, contaba chascarrillos y para ella supuso toda una revolución que un día consiguiéramos un magnetófono y pudiéramos grabar sus composiciones para mandárselas a su hija Paquita que se fue a México (en mi familia somos dados a la huida en sus múltiples formas, siempre hay alguien que se escapa y se aventura y se decide, de una u otra forma, a hacer las Américas, como se dice vulgarmente).

            Siempre recordaré la tarde que mi bisabuela me dijo las palabras mágicas que tenía que escribir sobre el cuerpo del enfermo, también recuerdo que tuve un lapsus mientras escribía, pero no me achiqué y puse lo primero que se me ocurrió para que ella estuviera orgullosa de mí y no pensara que le había fallado. Desde entonces supe que escribir es una tarea de humildes, que importa poco lo que se diga, que lo que importa es dar compañía a quien nos lee. Así de sencilla es nuestra tarea, nada más y nada menos.



Josefa Teodora de la Santísima Trinidad con su bisnieta Salvadora Francisca Jiménez López,es decir, yo en el día de mi primera comunión. En esta foto ya sabía las palabras mágicas, tal vez por eso sonreía. Aunque mi bisabuela tenía un nombre muy largo simplemente la llamábamos “Abuelita las gafas”, era la única que llevaba lentes.





Consejillo Si te apetece lee el discursillo que di el 16 de Diciembre de 2008 en la Real Academia de Córdoba cuando presenté mi novela Marcel, en él le hice un pequeño homenaje a mi bisabuela.



                                     Discursillo presentación de  Marcel

Buenas noches. Ante todo quiero dar las gracias a la Editorial puntoreklamo, el Páramo, por su eficiencia profesional, a Antonio de Egipto por su respetuoso trato y a José Álvarez por sus tiernas palabras.

         A veces llevamos tan adentro los deseos de libertad que no sospechamos que los tenemos en nuestro interior, pero ciertamente es así, racionalmente así. Entonces es cuando fluyen los personajes y las historias con la naturalidad del que nace porque tiene que nacer. Los personajes aparecen desasistidos en laderas limpias y frescas y nos muestran  sus caras expectantes reclamando su crecimiento, entonces la autora sólo es un vehiculo para darles vida, para que desarrollen su ser.

         Con esta novela intenté reflejar un ritmo: el de la locura de los que creen que son superiores. Intenté reflejar esa complejidad insana que es la supremacía de un YO sin cuestionamiento sustentada en una filosofía asimilada durante siglos. Por eso durante la lectura ustedes percibirán que todo está escrito con minúsculas excepto cuando el protagonista dice YO y es que Marcel es un egocentrista que sólo reconoce su propio pronombre. No se asusten no se trata de uno de esos textos sin puntación, ilegibles e impositivos. Respeto las reglas ortográficas, pero eso sí encontrarán voces y decires andaluces que reflejan desde donde se narra. Quise que el andaluz bañara al castellano y que el castellano bañara al andaluz y se fundieran en un abrazo respetuoso, porque siempre he respetado el lenguaje de Cervantes, la claridad  y la cordura de Teresa Panza  en el capítulo V de la segunda parte del Quijote, y hacia ella tiendo. Ese capítulo inolvidable en que la mujer del escudero le pide que tenga los pies en la tierra y que no le busque a su hija un traje que le venga grande, un futuro irrisible.



Elegí la figura de un muchacho amante de los toros (siendo española es fácil caer en la tentación de un análisis de la tauromaquia como objeto artístico, no soy la primera, ya actuaron del mismo modo Picasso o Goya por ejemplo).  Y me acostumbré a ir a la plaza y contemplar la fiesta nacional con su jolgorio y seriedad. Y amé la versatilidad de los capotes, el violeta de las tardes fulgurantes donde se plasman faenas irrepetibles, escuché la voz babélica de los toreros y sus tertulias y el silencio de sus mujeres.

Escribir esta obra también me llevó a amar la madera, porque el personaje está obsesionado con ella, y experimenté el tacto de los robles, el olor de los tilos o entristecí con el llanto de los sauces.

 Marcel es un chiquillo lastimado por las imposiciones sociales,  un ser que se desenvuelve en la euforia de la España de los ochenta y noventa y que fracasa tanto que es un pirómano de su propia existencia y de la existencia de los que se atreven a amarlo. Conforme escribía más amaba la fiesta nacional y más la comprendía (las novelistas somos así de complejas, sencillamente complejas). Conforme escribía más ansias tenía de bailar, de pertenecer a una Europa que todos estábamos forjando y más temía los males del egocentrismo.

         Descubrí que el personaje era alguien desasistido, que necesitaba el contacto con la madera para tener así la eternidad y la seguridad que no hallaba en ninguna mujer. E instintivamente, si es que los humanos podemos ser instintivos, descubrí que la democracia que nos dimos en la Transición fue el mayor proyecto del que podía participar una ciudadana, así que quise que Marcel fuera un reflejo de lo que no debe llegar a ser ningún muchacho y a la vez me dije: hay que superar (fíjense que atrevimiento) las palabras de Flaubert, así que “Marcel no soy yo”. Eso sí, leía lo que escribía en voz alta como hacía el escritor francés y buscaba la musicalidad de los pasodobles y sus matices.


Foto realizada por Francisco Román.


         Todas las personas estamos llenas de matices, somos un collage de las conversaciones que se nos pegan cuando paseamos por la calle, de los besos que recibimos de nuestros amores, de las lecturas que hemos hecho y que hemos dejado de hacer. Incluso los personajes terribles tienen un momento de bondad y todos los males son, la mayoría de las veces, producido por la ignorancia.

         La ignorancia que tendríamos que remediar es la de la falta de educación afectiva. Córdoba me dio esa riqueza y Málaga me obligó a salir a buscarla. Esos son los dos escenarios de la novela, íntimamente unidos en mí, y en ellos se desarrolla la historia. Con ello pretendía que, liberados de complejos, nuestros pequeños héroes fueran capaces de transitar por los paisajes que nos son conocidos.

         Desde pequeña quise ser escritora, veía como mi bisabuela escribía sobre los cuerpos de los enfermos para curar la culebrina y la admiraba silenciosamente. Ella mezclaba tinta con pólvora y limón y escribía sobre sus espaldas, sus vientres o sus muslos e intentaba evitar que la cabeza y la cola de esa serpiente de sarpullidos se unieran y así superar el peligro del dolor absoluto, de la superstición matadora.

Sin quererlo nací en la Edad Media, en su oscuridad analógica y sin quererlo me llamaron las letras con la ambición de arreglar un poquito el mundo para que fuera más vivible. Desde entonces he pensado en la función curativa del lenguaje y cómo la literatura sirve de acompañamiento para los solitarios o de excusa para los que quieren comunicarse y aman el decir con pausa, sin barullo, sin violencias.

Recuerdo que cuando mi bisabuela, que se llamaba Josefa Teodora de la Santísima Trinidad como si fuera un personaje de García Márquez, acababa sus curas, el enfermo le preguntaba cuánto le iba a cobrar y ella respondía siempre con la misma frase: “La voluntá”. La voluntad era algo abstracto que yo con mi mente infantil no alcanzaba a comprender. Y me iba tras ella y la interrogaba con perseverancia: “¿Qué quieres decir con eso de la voluntad?”

Ella sin dejar de sonreír decía que la voluntad era la voluntad y ya está. Lo cierto es que sus pacientes si sabían lo que era porque a los pocos días de andar sanos por el campo o por los embarrizados senderos que llamábamos calles venían con una docena de huevos morenos, con una gallina roja o los más sofisticados traían una lata de melocotón en  almíbar que hacía las delicias de mi hermano. Algunos, los menos, traían un surtido de galletas Cuétara y eso era el colmo de las delicatessen. Otros no volvían y por lo tanto no traían nada. Por lo que deduje que la voluntad era una palabra hueca donde cabía la generosidad de la gente.

         Es bueno que la gente sea generosa y es bueno que la escritora en un acto de generosidad,  en alguna ocasión destape sus acepciones íntimas, el laberinto secreto que guarda la palabra para ella. Y es bueno que en alguna ocasión explicite de dónde viene esa significación particular, los deseos y aborrecimientos encarcelados en su alma, que da lugar a frases humildes que acaricia la creadora como si fueran bellos objetos artesanos.

Han sido muchas las lecturas que me han acompañado a lo largo de la vida: Albert Camus y su descripción acertada sobre cuáles son los caminos del terror. María Zambrano y sus pensamientos sobre lo que es la persona y la democracia, Marcel Proust y su valentía al narrar lo que es la intimidad, Louise May Alcott y la suerte que es ser escritora. Han sido muchas las personas que he conocido y que me han influido en mi quehacer, pero siempre guardo esa imagen de mi bisabuela escribiendo sobre la espalda de un muchacho que se iba aliviado después de la cura. Esa imagen me ha hecho reflexionar sobre la enfermedad y esa reflexión me ha llevado a crear una poética sanadora.

         En 1985 murió Rock Hudson (esa fecha fue clave sobre todo para nosotros los homosexuales), de nuevo, se escuchaban las palabras maldición y plaga unida a una enfermedad: El SIDA. Y también, por supuesto, los hombres, tan fieros como nuestros prejuicios, señalábamos como culpables de ese mal a los propios enfermos. Entonces pensé que inaugurábamos una nueva época: la de los virus mutantes y que si se creaba un fármaco debería tener la misma estructura formal que el virus que debía combatir, estructura voluble como el agua y sus marejadas. Pensé entonces que la literatura, si no quería quedarse encorsetada en sus propios flujos añejos, debería imitar también su estructura. Cuando hablo de flujos añejos de la literatura me refiero a aquellas novelas de un YO devastador que por otra parte tanto nos ha aportado sobre el conocimiento psicológico de los personajes, o me refiero al llamado realismo mágico que puede llegar al hartazgo milagrero si sigue profundizando en la vena narrativa sin explotar su variante dialogística, pero al que estamos  tan agradecida porque ha dado a la literatura hispana una vitalidad popular. Al hablar de flujo añejo de la literatura me refiero al Superpoeta inspirado de Platón o al Supercamoens fingidor de Pessoa. No me refiero a las aportaciones respetuosas de la intimidad de los personajes y de la inteligencia de los lectores.

         Y es que la literatura no puede vivir de la soberbia del autoengaño y sin valor de renovación sufriría entonces el mal de las artes desesperanzadas. Por eso los escritores deberíamos tener el valor de servirnos de nuestro propio entendimiento (¡Sapere aude!) para construir una poética para las PERSONAS, aquí lo que se pretende es “una humanización de la sociedad”. Así lo intenté con la novela El rumor, una obra sobre la sencillez; con el libro de poemas Poesía Sociable, un canto al amor que a todos nos redime o con la obra de teatro Por fin Antígona, una superación de las tragedias y su arbitrariedad.

         Marcel no es más que un intento de que esa humanización se lleve a cabo,  un análisis de los andamiajes de la desigualdad entre hombre y mujer, una arqueología (como diría Foucault) del que se siente superior. Espero que esa humanización se haya hecho posible y que mi trabajo sirva para que ustedes disfruten de la lectura, ¿Qué cuánto vale eso? La voluntad, queridos lectores. Nada más que la voluntad.

Muchas gracias a todos por venir y a la Real Academia por este acogimiento.

Foto realizada por Antonio Berzosa
 

Pequeña explicación a día de hoy:
Cuando hablo de la voluntá, no pretendo instaurar ni defender, una forma de pago que se está haciendo muy común hoy en día entre las gentes de la cultura, sino describir la manera de  entender el oficio de escribir que tenía mi bisabuela, que era sencillo y práctico a la vez porque la tinta era recibida como agua que aliviaba, con esto no quiero decir tampoco que el artista sea ningún médium, ningún ser especial catalizador y superior o inferior a nadie como tampoco creo que un buen zapatero sea un mago, esa concepción del artista-chamán lo aleja de la sociedad y lo reviste de un manto muy difícil de sobrellevar. Y por último y más importante: estoy más delgada de lo que salgo en los documentos gráficos :)